Nadie lo sabía, pero desde que tenía 14 años era pintor. Plasmar sobre el óleo las locuras que me rondaban la mente era mi pasión. No me avergonzaba de lo que hacía, pero mantenerlo en secreto hacía que fuese especial, que fuese algo mío. Empecé poco a poco, y casi sin darme cuenta. Como no tenía pinturas, utilizaba cualquier cosa que encontraba por casa para dar color al lienzo. Los cosméticos de mi madre eran mis preferidos. Al principio, pintaba por pasar el tiempo. Pronto me di cuenta que era bueno, realmente bueno. Mis dibujos conseguían describir a la perfección mis sentimientos. Sabía que, con ello, no me podría ganar la vida, pero al menos pintar me la daba.
Cuando la conocí todo fue distinto. Mis cuadros comenzaron a mostrarse más coloridos, más vivos. Era como si un arco iris se hubiese introducido en mi pincel y plasmase pura pasión. No sabía lo que tenía, ni lo que me daba, pero lo cierto es que era maravilloso. Puede que fuese el sentimiento de felicidad que provocaba en mí lo que me inspiraba. A veces, me sentía como si me hubiese bebido de un trago una botella de licor. En realidad, lo que me había tomado era otra cosa mucho más fuerte. Estaba borracho de amor. Las horas pasaban como segundos. Yo, pintando para ella. Ella, respirando para mí.
Fue entonces cuando comprendí que, aquella mujer de penetrantes ojos verdes, era mi musa.
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- Echo de menos tener tiempo para pasarme más por aquí. Pero hasta que no termine los exámenes es lo que hay... Feliz viernes, queridos míos.